“Como nunca en mi vida he experimentado la felicidad plena en el amor, intento erigirle un monumento a la más bella ensoñación”
Richard Wagner
El amor es seguramente un sentimiento bien conocido por todos, difícil de definir como el arte, la belleza o cualquier otro ideal, pues de eso se trata de un Ideal, en el sentido platónico de la palabra. Hay que recordar que para Platón las ideas tenían una existencia independiente de los sujetos que las experimentaban, no resolvió nunca de donde salían estas ideas, si procedían de la experiencia perceptiva o si bien preexistían al propio hombre.
Platón atribuye a Heráclito lo que el llamó “la doctrina del flujo” es decir la evidencia de que vivíamos en un mundo en continuo cambio, “sólo el cambio es constante” y con un estilo muy suyo adelanta que esos ideales que eran fijos no podían proceder de la capacidad de lo que hoy entendemos como abstracción. Había pues un conocimiento al que el hombre no podía acceder sino a través de sombras y reflejos tal y como anota en su mito de la caverna.
No cabe ninguna duda de que el amor es una construcción del cerebro, una abstracción que se encuentra sometida a las mismas tensiones que cualquier búsqueda artística -búsqueda de conocimiento, al fin y al cabo- y que tiene que ver con la forma en que nos relacionamos con lo inalcanzable, lo imposible, siendo como son, ambas, construcciones ideales de nuestro cerebro. Una brecha que separa lo particular de lo general y que ha impulsado a muchos hombres creadores a enfrentarse a este dilema mediante el recurso de lo inconcluso unas veces , otras a través de la muerte, alli donde caducan todos los ideales y casi siempre con el recurso de la ambigüedad, lo inacabado, a fin de que cada cerebro construya su propio epílogo.
Miguel Angel por ejemplo dejó casi las tres quintas partes de su obra sin terminar, según algunos autores esta resistencia a acabar una obra tenia que ver con la convicción de que su ideal de amor-belleza no podía ser alcanzado.
Dante conoció a Beatriz a los 9 años y dedicó su vida a convertir en arte -en este caso poesía- aquel amor que le inspiraba Beatriz y a la que sabia imposible en el sentido más material de la palabra. El amor cortés de Dante por Beatriz entronca con una corriente espiritual de la época relacionada con el culto a las virgen Maria y a la sumisión feudal del caballero frente a su dama pero también puede ser interpretada como el trasiego que el hombre recorre en su gestión de lo imposible, un verdadero motor motivacional para la obra creadora. Tal y como decía Freud la creación artistica es una sublimación: convertimos en materia espiritual algo material, pero no creo que eso “material” tenga que ver con la insatisfacción sexual sino con la construcción de ideales. Lo cierto es que la gratificación sexual aniquila en cierto modo al ideal y le pone contra las cuerdas de la realidad. Aquello que es posible se comporta como un desactivador de la obra de arte.
Por eso algunos optan por la muerte cuando entreven que el amor que ellos proyectaron no podrá tener -en la realidad inmediata- satisfacción. Estamos en el amor romántico.
Y por eso quiero hablar en este momento del monumento artístico más importante que se ha escrito en la historia de la música acerca de este tipo de amor que se sabe inconsumado en su origen, me refiero a Tristan e Isolda de Richard Wagner.
Merece la pena escuchar este aria final llamada Liebestod, donde Isolda frente al cadáver de su amado Tristan nos cuenta su experiencia arrobada.
Aquí está el libreto completo de la opera en español y aquí abajo la letra de Liebestod.
Isolda
Delicioso y callado,
cómo sonríe,
como los ojos
abre propicio,
¿Lo veis amigos?
¿No lo veis?
¿Cada vez más luminoso
cómo resplandece,
astro bañado en luz,
cómo se eleva a lo alto?
¿No lo veis?
¿Cómo el corazón
se le dilata, valeroso,
cómo pleno y noble
se le hincha en el pecho?
¿Cómo en los labios,
deliciosamente,
el dulce aliento
suavemente se exhala?
¡Amigos!
¡Ved!
¿No lo veis ni lo sentís?
¿Sólo yo oigo
esta melodía,
que tan maravillosa
y suave,
lamentándose gozosa,
diciéndolo todo,
dulcemente conciliadora,
resonando desde él,
penetra en mí,
se eleva sobre sí,
sonando propicia,
rodeándome de sonido?
Vibrando más claras,
envolviéndome ondulantes,
¿son ondas de brisas deliciosas?
¿son nubes de aromas dulcísimos?
Cómo crecen,
cómo me rodean de murmullos,
¿debo respirarlas,
debe escucharlas?
¿Debo beberlas a sorbos,
sumergirme en ellas?
¿Respirarme en dulces fragancias?
En la crecida ondulante,
en el sonido resonante,
en el universo suspirante
de la respiración del mundo,
anegarse,
abismarse,
inconsciente,
supremo
deleite.
Es necesario oir de antemano este aria dos o tres veces para entender los argumentos que trataré de construir en este momento, se trata de un aria a medio camino entre lo trágico y lo mistico pero Wagner a través de su música construye una atmósfera que parece prescindir de la tonalidad, llena de disonancias y de recursos musicales que parecen fundirse con esa idea anterior de la ambigüedad: ninguna nota termina donde nuestro oido nos conduciría, siempre hay una vuelta de tuerca inesperada, un acorde impredecible, desde el susurro en que comienza el tema y que se transforma paulatinamente en un escalofrio sinusoidal, la ilusión de linealidad se desvanece enseguida, de no ser porque el aria repite dos veces el tema en un continuo crescendonos resultaria dificil seguir su melodia. Wagner experimentaba aquí con conceptos tales como la suspensión de la cadencia, las modulaciones casi piruetas, o los intervalos diabólicos. Y lo que nos trasmite es una sublime emoción (un conocimiento) difícil de nombrar pero que tiene que ver con lo incognoscible con “la cosa en si” que aun no sabemos si está dentro o fuera del hombre pero que se llama belleza y que se resiste a ser conceptualizada.
Wagner hizo en música lo que Escher hizo en arte: experimentar y tratar con lo imposible, es decir teorizar sobre el ideal.
Bibliografía: Semir Zeki en Esplendores y miserias del cerebro (Francisco Mora coordinador) Fundación Santander Central Hispano (2004)