La cultura, en su acepción más común, incluye “todo lo que hace el ser humano”, entendiendo a su vez “hacer” de una forma tan amplia que abarca también lo que pensamos o lo que decimos. A partir de esa noción escolar, comprendemos que somos cultores por naturaleza, cultores “por obligación”. Hacemos cultura cuando dejamos, con o sin intención, registro de nuestro paso por el mundo.
Sin embargo, hay un grupo específico de personas que, por convicción más que por obligación, dedican su tiempo vital, su energía física, su capacidad cerebral, a producir las manifestaciones culturales que enaltecen nuestra condición humana. Estas personas han desarrollado competencias especiales: tienen gran sensibilidad sensorial y una capacidad perceptiva mayor al promedio; son extraordinariamente creativos; han expandido su inteligencia emocional. En plena era del dominio tecnológico y de la globalización, son capaces de percibir las cosas de otra manera: sensible y no automatizada; diversa y no uniforme; crítica y no reproductiva. Su trabajo, como el de todos, también es producir, pero no alimentos, ropa o informes, sino belleza, armonía, ritmo. Su propósito también es satisfacer una demanda: la muy humana necesidad de elevarnos de lo material, de trascender lo concreto, de “vivir” experiencias que nuestra vida cotidiana no nos puede proporcionar.
Estas personas son los profesionales de la cultura: los músicos, los escritores, los actores, los pintores, los escultores. A pesar de su relevancia social, su actividad tiende a ser subestimada, bajo el criterio economicista de que “si no es rentable, no sirve”. La cultura pareciera a los ojos de algunos una especie de lujo excéntrico. Así, en medio de una crisis, la cultura pasa a ser una actividad que se puede suspender, una partida presupuestaria que se puede reducir, un aporte financiero que se puede eliminar.
Un observador precavido podría darse cuenta de algo: a pesar de todo esto, la cultura se sigue haciendo, los cultores “aún respiran”; ¿Cómo #@’!# sobreviven? La respuesta es corta pero no sencilla: VOCACIÓN.
Esa vocación a pesar de las adversidades la he visto yo en Otilca. Una organización que ha tenido que crecer en medio de las crisis. La crisis de una sociedad y un Estado polarizados, para los que nuestras preferencias políticas importan tanto como nuestro número de cédula de identidad. La crisis de una economía rentista, que vive por encima de sus posibilidades hasta acabar con las existencias. Y sin embargo, Otilca ha crecido, alimentada por el trabajo, la convicción y la creatividad de los suyos y abrigada por el apoyo de algunas personas, instituciones y empresas que conocen de su valía.
Los psicoanalistas y los médicos aseguran que los primeros cinco años de vida de una persona definen en buena medida el resto. En este período, se fijan las bases físicas, psicológicas y emocionales de la persona. También desde la psicología se ha desarrollado el concepto de “resiliencia” para explicar los casos de individuos que, a pesar de las hostilidades, las adversidades y los traumas que atraviesan, se superan y logran desarrollarse sanamente. Otilca es, sin duda, una organización resiliente, capaz de convertir la crisis en oportunidad. Estos años ya han prefigurado su futuro; sus bases están sólidas, ¡así que a continuar construyendo!