Por Emilia García Rodríguez
Cada instante de vida está lleno de episodios valiosos. Cada segundo concedido es un don, un regalo. Revivir momentos de tu vida, recordar minutos que creíste olvidados es algo precioso e invalorable. Mirando unas viejas fotos vinieron a mi memoria un sinfín de recuerdos. Son esos instantes llenos de cosas sencillas que definen la esencia de un ñero. A veces pasamos la vida descubriendo cosas. Sin embargo, a pesar de haber experimentado un universo de olores, colores, sabores, de lugares lejanos e imponentes, llenos historia, de magia, de grandes poetas, pintores y de cultura milenaria, no se logra disipar lo que la infancia dejó impregnado.
Nada se compara con la brisa del Mar Caribe, el sol radiante de la isla, el olor de limoncillo, el sabor de cerecita de monte, de un oloroso y delicioso mango, de un mamey o simplemente un pedazo de chaco o pandelaño sancochado en la tarde. Nada como una malagueña, una jota para llorar la ausencia de tu tierra añorada. Esas son las raíces. Esos somos: el popsicle que vendían en la marchantica, las ralladuras de coco para ricos helados o conservitas, la ciruela de jobo o huesito, grande y jugosa, las escapadas para ir a bañarse al Chorro, las “tetas” de jobito del río o de ciruela jobo, el cocorrón, el pan de leche y la conserva de mango.
Tener tantos recuerdos de momentos, de sabores inolvidables me hace evocar la Margarita de mi infancia. Aquella donde las puertas estaban abiertas, sin rejas. Todos éramos primos hermanos, familia. En casa se tenía algo de siembra: ají, berenjena, limón, vituallas, tomate… Vivíamos en un paraíso, llenos de aromas y sabores. Era sencillo ser un isleño. Es un privilegio vivir rodeado por el mar y el océano. Sería maravilloso llenar cada rincón de nuestra geografía insular de esos aromas y colores que dicen tanto de la esencia de ser “ñero”.
Lea más artículos de Emilia García haciendo click aquí.